Casado Bernardo, ¿qué le importaba a ella
el mundo ya? Había sido el compañero de su
infancia, el que había enjugado sus primeras
lágrimas, producido su sonrisa primera y recogido
el primer suspiro que exhaló su pecho
virginal. Ella le había amado con toda su alma,
con todo el entusiasmo de la primera
juventud.
Cómo él no la había correspondido? Blanca
tenía algunos años menos que él; aún era
niña cuando Bernardo era hombre; una mujer
malvada y astuta conquistó el corazón del
joven y logró ser conducida al pie de los altares,
donde fueron unidos en eterno lazo.
Blanca buscó un consuelo en la religión; no
había en la tierra remedio a su pesar y volvió
los ojos al cielo. En la ciudad donde habitaba
se elevaba un sombrío convento, de altos muros,
fuertes rejas y espesas celosías, y allí se
encerró la infortunada niña, sin ver las lágrimas
de su madre, ni atender a los consejos
de su padre, ni escuchar los ruegos de sus
amigos.
El día en que fue llevada al templo, vio a
Bernardo en el camino. Él la miró con una
indefinible expresión, y Blanca creyó adivinar
que el hombre a quien tanto quería no debía
ser feliz.
Acaso si Blanca no hubiese ido en carruaje,
él la hubiera detenido, dirigiéndole la palabra,
quién sabe si le hubiera pedido perdón por su
conducta, porque Bernardo era culpable,
había adivinado el amor de Blanca, lo había
alentado con vanas esperanzas, abandonándola
sin remordimientos después.
La niña trocó sus galas por el severo traje
religioso; la novicia, sin libertad de palabra ni
de acción, empezó la vida de convento resignada
y acaso indiferente; martirizó su cuerpo
con ayunos y penitencias, y pasó casi todas
las horas dedicada a las oraciones.
Pero en balde intentó sujetar también el
pensamiento; no se había hecho religiosa por
vocación, sino para mitigar sus penas, y el
recuerdo del hombre querido le asaltaba sin
cesar, lo mismo en el interior de su celda, que
en el austero templo, que en el coro cuando,
con las otras monjas, rezaba con monótono
acento o elevaba cantando himnos de gloria al
Creador.
Los días se deslizaban iguales, siempre
tristes; ella no tomaba parte en nada de lo
que ocurría en el convento, apenas sabía los
nombres de las religiosas, y cuando la abadesa
la amonestaba por alguna involuntaria distracción,
oía sus palabras sin sentimiento por
la ligera falta cometida, en la que incurría de
nuevo muchas veces.
Por el triste patio adornado de raquíticos
árboles y mustias flores, paseaba melancólica
y solitaria huyendo en cuanto le era dado de
halagadores fantasmas y locas ilusiones, pensando
a su pesar en el ingrato, causa de su
desgracia y su clausura.
El año de novicia se pasó así. Llegó la época
de pronunciar para siempre los votos, de
renunciar a todo lo terreno, al amor, al hogar,
a la familia. ¿No podía entonces volver al seno
de esta, vivir para el mundo?
Bernardo estaba casado y no había esperanza
de felicidad para ella. Blanca pronunció
sus votos.
Dos días después las campanas de la iglesia
doblaron tristemente, las paredes se cubrieron
de negros paños, un túmulo se elevó
en el centro, rodeado de amarillentas velas;
varios bancos fueron colocados uno en el
frente, otros a los lados del catafalco, y poco
a poco empezaron a llenarse, ocupándolos
varios hombres, al parecer de elevada clase,
todos vestidos de negro.
Dio principio el funeral. Las monjas oraban
desde el coro por el eterno descanso de la
difunta, porque era una mujer.
Acabada la misa y rezados los responsos,
dos hombres se pararon delante de la celosía,
tras de la cual se hallaban las religiosas.
-¿Quién ha muerto? -preguntó uno.
-La mujer de Bernardo Gómez -contestó el
otro-; hace hoy nueve días.
Blanca se estremeció al oírlo y se puso
densamente pálida.
Al retirarse a su celda lloró amargamente,
considerando que cuando ella se unió a Jesucristo,
el hombre a quien tanto había amado
era libre.
Paseando por el patio aquella tarde, triste
y sola, como de costumbre, se inclinó para
coger una flor y vio junto a la planta una carta
rota en menudos pedazos; le pareció que
conocía la letra, guardó los papeles, y al subir
a su celda se entregó al minucioso y difícil
trabajo de unir aquellos fragmentos. La carta
decía así: «Blanca mía, después de un año de
crueles, pero merecidos sufrimientos, soy
libre. No renuncio a tu amor, sin él no puedo
vivir y espero me perdones. Necesito verte y
hablarte; ¿hay algún medio de conseguirlo?
Tuyo, Bernardo».
La abadesa había abierto la carta de amor
profano dirigida a una de sus hijas y la había
roto; a no ser así la novicia hubiera salido del
convento.
Poco después los periódicos de aquella ciudad
daban cuenta de dos sucesos ocurridos el
mismo día y a la misma hora.
El conocido abogado D. Bernardo Gómez se
había suicidado, no pudiendo sin duda resistir
la pena que le produjo la reciente muerte de
su esposa, y la joven religiosa, que se llamó
en el mundo Blanca, y en el claustro Sor María,
había muerto repentinamente.
¿Quién sabe si sus almas subieron juntas
por el celeste espacio, y la de la triste e inocente
joven logró el perdón de la de su ingrato
y criminal amante, para que entrase con
ella en el Paraíso?