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El Loro Hablador

El tío Salvador, que había llegado de América
en el mes de Abril había regalado entre
otras muchas cosas a su sobrinita Lola un
precioso loro. Tenía un brillante plumaje, se
balanceaba con gracia en el aro de metal que
pendía de su jaula, pero lo que más llamaba
la atención de la niña era que hablaba lo
mismo que si fuese una persona.
Lo primero que hizo fue enseñarle a decir
su nombre, lo que el loro aprendió pronto y
bien, pero no tardó la niña en arrepentirse de
ello porque más de veinte veces al día tuvo
que dejar sus estudios y sus juegos creyendo
que su abuela la llamaba, porque el loro
hablaba lo mismo que la anciana cuyo metal
de voz parecía remedar a cada instante.
Lolita tenía un hermano mayor con el que
no congeniaba mucho porque Gabriel, que así
se llamaba, la reprendía a cada instante por
sus defectos, que a la verdad no eran pocos.
Así es que buscaba la compañía de una niña
de su misma edad, hija de los jardineros de
su casa, porque la pobre criatura se avenía a
todos sus caprichos sin atreverse a contradecirla
jamás.
Lola era caprichosa y mal criada, porque
sus padres y su abuela la mimaban mucho y,
a pesar de verse tan querida, envidiaba la
suerte de cuantos la rodeaban creyéndose la
niña más desgraciada del mundo cuando tenía
una pequeña contrariedad.
El tío Salvador, que era su padrino, le hizo
pasar una temporada feliz mientras permaneció
a su lado, porque no hubo juguete que ella
deseara ni traje que le agradase que no le
comprara enseguida; pero el tío tuvo el capricho
de visitar Andalucía y partió a los dos meses
de su llegada en busca de otros parientes
a los que también hacía algunos años no veía.
Una tarde que los padres y el hermano de
Lolita salieron, se quedó ella en el jardín jugando
con la otra niña, que se llamaba Amparo.
Llegaron corriendo cerca de la verja que
separaba su posesión de otra aún más hermosa,
donde varias niñas vestían una muñeca
de tamaño extraordinario; Lolita no tenía ninguna
tan grande ni recordaba haber visto jamás
ninguna así. Luego sacaron un oso que
bailaba; una jardinera que con un carretón
lleno de flores andaba después de darle cuerda,
y una porción de juguetes a cuál más bonito
y más nuevo.
Lola estaba pálida de envidia y se alejó de
allí para no ver aquellos objetos que la hacían
sufrir de una manera cruel.
-Vamos a jugar con tus muñecas -dijo Amparo.
-¡Mis muñecas! ¡qué feas son! -exclamó
Lola llorando-, yo quiero una como esa.
-Ha costado doscientas cincuenta pesetas –
dijo Amparo-, lo he oído esta mañana. ¿Por
qué no reúnes tu dinero para comprarte otra?
-¿Cuánto dinero es eso? -preguntó Lola.
-No sé qué duros serán.
-Espera, lo ajustaremos… veinticinco y
veinticinco pesetas son cincuenta y veinticinco
son setenta y cinco… yo no tengo más que
setenta y cinco pesetas, o sea quince duros,
luego doscientas cincuenta…
Hizo muy despacio la cuenta, y al fin dijo:
-Son cincuenta duros, me faltan treinta y
cinco ¿de dónde los voy a sacar?
-Pide a tus papás y a tu abuelita.
-Es verdad, buena idea.
La abuela, que no había salido, dio a Lola
dos duros para satisfacer su capricho, pero
¿qué iba a hacer ella con diecisiete?
Cuando volvieron los padres y Gabriel, Lolita
les pidió dinero para una muñeca, cuyo
precio no se atrevió a decir, pero con gran
sorpresa suya su madre la abrazó llorando y
no le dio nada.
Su hermano le enteró de lo ocurrido refiriéndole
que su padre había perdido en una
quiebra su fortuna, que tenía además que
pagar una deuda sagrada y que todo el dinero
que hubiese en la casa sería poco para salir
de aquel compromiso hasta que volviese el tío
e hiciese algo por ellos.
Gabriel entregó a su padre lo que tenía
ahorrado, pero Lolita no le imitó.
Gracias al empeño de algunas alhajas de la
madre se completó la suma y aún sobró algo
para ir viviendo hasta el regreso del tío Salvador.
El día en que el padre de Lolita debía efectuar
el pago, la niña vio sobre la mesa de
despacho muchos billetes de Banco y algunas
monedas de oro y plata. Una atracción extraña
le hacía entrar en aquella pieza a cada
momento y, sin comprender la importancia
que la deuda podía tener para su padre, sólo
pensaba en que uno de aquellos papeles de
color le darían fácilmente la deseada muñeca.
Amparo se hallaba con la niña y, acaso
adivinando su pensamiento, trató varias veces
de llevarla al jardín para que jugasen.
-Bueno -dijo Lolita al cabo-, ve a buscar
mis muñecas, llévatelas bajo el emparrado
que yo iré a pedir a mamá las que me tiene
guardadas por ser las mejores.
Amparo se alejó y Lola, después de un instante
de vacilación, se acercó a la mesa y
cogió un billete de cien pesetas. Nadie la
había visto. Corrió a su cuarto, abrió su
hucha, que era una cajita con llave, y metió el
papel en ella.
Después pidió sus juguetes a su madre y
se marchó al jardín.
Al reunirse con Amparo vio que esta hablaba
con sus vecinas; estas le decían que se
iban a marchar para hacer un largo viaje y
que no podrían llevarse su hermosa muñeca,
que era de esas con articulaciones y que tenía
varios trajes y sombreros.
-¿Y qué haréis de ella? -preguntó Lolita
acercándose.
-Si hay quien nos la compre…
-Yo -interrumpió la niña-, la tomaré si me
la dais por algo menos que su valor.
-¿Cuánto tienes?
-Treinta y siete duros.
-Pues trato hecho; venga el dinero y toma
la muñeca por la reja, puesta de lado y sin
vestir creo que podrá pasar.
-Pero tú no tienes tanto dinero -murmuró
tímidamente Amparo.
-Sí, mi tío Salvador me ha mandado cien
pesetas -contestó Lola faltando a la verdad
con el mayor aplomo.
Un cuarto de hora después la niña tenía en
sus brazos la codiciada muñeca, pero se
hallaba muy preocupada. Y, sin embargo,
aquel juguete era de lo más bello y más perfecto
que se hace en Alemania; pero a Lola le
parecía que pesaba demasiado, que sus pequeñas
manos no la manejaban bien y que
jamás podría lucirla llevándola a paseo.
Cuando su padre fue a pagar al importuno
acreedor, halló, no sin sorpresa, que faltaban
veinte duros de su mesa de despacho. Avergonzado
pidió un plazo de veinticuatro horas
para reunir aquella cantidad y no dudó que en
su casa se había cometido un robo. En su
cuarto no habían entrado más que Lolita y
Amparo y todos acusaron a la segunda, excepto
Gabriel. Como aquello no podía probarse,
se contentaron con prohibir a la hija del
jardinero la entrada en la casa y todo trato
con Lola. Esta dijo que las vecinas al partir le
habían regalado la muñeca y nadie pensó en
unir un suceso con otro, creyendo que Lolita
decía siempre la verdad.
Entre tanto había vuelto el tío Salvador sacando
a la familia de apuros, pues era muy
rico.
Una tarde se hallaban reunidos en el jardín
y Lolita jugaba con el loro.
-Di Lola -le ordenó la niña.
Y el loro dijo enseguida:
-Lola es mala.
-¿Cómo se entiende, pícaro, quien te ha
enseñado eso? -preguntó ella muy disgustada.
-Lola es mala -repitió el loro-. Amparo es
buena.
Y como la niña gritase protestando, el loro
dijo una infinidad de veces:
-Lola es mala, Lola es mala.
-¿Sabéis que este loro es muy inteligente?
-objetó Gabriel-; parece que mi hermana
comprende que tiene razón por que se ha
puesto muy encarnada, y no es de indignación
al verse calumniada sino de miedo al ser
descubierta. ¿Has hecho algo malo, Lola?
-Yo no -contestó la niña muy turbada.
-Y a propósito de Amparo -prosiguió Gabriel-,
¿saben Vdes. que la pobre niña está
muy enferma?
-Amparo es buena -repitió el loro al oír el
nombre.
-¿Qué tiene? -preguntaron los padres de
Lolita.
-Empezó su mal por una gran tristeza al
verse despedida de casa y, aunque adivinaba
la causa de esto, no se atrevía a hablar. No
comía, ni dormía apenas al ser tratada como
una ladrona, y le dio una violenta calentura
que ha puesto en grave riesgo su vida. Al saber
esto la visité y logré me dijese lo que
había callado a todo el mundo.
-Es falso -le interrumpió la niña.
-¿Y cómo sabes tú lo que voy a contar? –
preguntó severamente el hermano mayor.
-Lola es mala -gritó el loro.
-Pues el caso es -prosiguió el joven-, que
Amparo en efecto no cogió los veinte duros,
que quien los tomó fue Lolita, y esta ha dejado
que calumnien a esa pobre niña cuando la
indigna de estar en esta casa es ella.
Lolita quiso aun protestar; pero al oír al loro
repetir que era mala, le dio tal terror que
tuvo que confesar su enorme falta.
Lo primero que hicieron los padres fue
obligar a Lola a pedir a Amparo perdón y esta,
desde que se supo que no era culpable empezó
a mejorar.
Regalaron a la hija del jardinero los mejores
trajes de Lolita y todos los juguetes de
esta y decidieron dar un ejemplar castigo a la
niña mala. Le prohibieron hablar con las personas
de la casa, le quitaron todos sus gustos
y caprichos, la vistieron pobremente, la obligaron
a trabajar, y el loro se encargó de aumentar
sus penas recordándole a cada momento
su falta al decir apenas la veía.
-Lola es mala.
Sinceramente arrepentida lloraba día y noche
y preguntaba cuando Dios y los hombres
la podrían perdonar.
-Cuando el loro diga que eres buena –
respondía su hermano.
Pero el loro que tan fácilmente había
aprendido, al enseñárselo Gabriel sin que nadie
lo supiera, a decir que Lolita era mala no
se avenía, al tratarse de llamar bueno a alguno,
a nombrar más que a Amparo. Esta intercedía
por su antigua amiga constantemente y
todos veían que el castigo se prolongaba demasiado.
Lolita estaba una mañana corriendo en el
jardín, acompañada de toda su familia, cuando
la abuela, queriendo terminar la triste situación
de la niña, le preguntó si prometía
enmendarse. El loro al oír el nombre de su
joven ama, dijo por primera vez:
-Lola es buena.
Entonces Lolita loca de alegría le sacó de la
jaula y le dio un beso en la cabeza. El loro no
la pagó con un picotazo, como era de temer,
porque la quería mucho.
Desde entonces todos perdonaron a Lolita
y no volvieron a hacer la menor alusión a lo
pasado.
Amparo recibió una brillante educación al
mismo tiempo que Lola, costeando la enseñanza
de ambas el tío Salvador, que ya no se
separó de la familia.
Fueron todos felices. En cuanto al loro, no
volvió a decir que su ama era mala y estuvo
en aquella casa hasta que se murió de viejo,
cuando ya Lolita y Amparo hacía años que
eran viejas también.